La serenidad nos da claridad y paz mental. Hoy dedico el emo-cionario a este superpoder que podemos entrenar, como si fuera un músculo.
¡Hola, caminante!
No te olvides de mirar al cielo en tu caminar. Si tuviera que poner una imagen a la serenidad, sería el cielo en calma de una noche estrellada. Lo he hecho intuitivamente pero en su origen, serenidad, deriva del latín serenus: sin nubes, apacible.
Con la imagen hermosa de las estrellas, he cerrado los párpados y he pedido a mi corazón que me traiga serenidad, belleza, creatividad. En mí no puede darse una cualquiera de ellas sin las otras. Van entrelazadas.
Soy serenidad cuando me pongo a las órdenes del corazón. Significa que despejo mi firmamento interno y declaro que Él, el corazón, es mi sol y todo comienza a girar a su alrededor. Cuando te entregas al poder del corazón, te paras, dejas que las cosas sean, y, de esa quietud, brota la serenidad.
A la serenidad suele precederle la agitación. Ocurre con casi todos los sentimientos de la calma. Ya habrás escuchado, caminante, que tras la tempestad, siempre viene el sosiego. Pero cuando le pides a tu corazón que te traiga serenidad, le estás diciendo que no quieres la quietud mental como algo transitorio, sino muy al contrario: que quieres quedarte a vivir en ella. ¿Y sabes qué? Es posible.
Es cuestión de abrirse a lo que nos traiga el corazón. Dejarle que él sea el maquinista. Observa, caminante, que digo todo el rato el corazón, y no la mente.
La mente es la que nos teje las tempestades: el temor de lo que va a suceder, la duda de cómo actuar, la espera de algo que deseamos. Así se ciernen las tormentas y las borrascas profundas.
Entregarse al corazón es confiar y, sobre todo, no juzgar. Ésta es la clave para entrenarse en serenidad.
Ya sé que nos cuesta renunciar a emitir juicios, y a mí la primera. ¿Quieres saber, caminante, qué es lo que yo hago?
Si queremos dejar de juzgar, hemos de hacerlo con nosotros mismos. Si no te has dado cuenta, y has enjuiciado o estás enjuiciando, apártate de tu mente y vete a tu corazón. Cierra tus ojos y concéntrate en él. Díle entonces que ya sabes, porque él te lo ha enseñado, que juzgar es una ilusión. Que nadie podemos juzgar ni a nosotros mismos ni a los demás porque creer esto es una falacia. Es lo mismo que si creyéramos que podemos volar. No nos corresponde volar ni tampoco juzgar.
¡Pruébalo cada vez que te sorprendas juzgando y sientas que no deberías estar haciéndolo! Ya verás cómo enseguida le devuelves el poder a tu corazón. Es tu sol.