En aquella calle junto a las vías del tren se esparcían grandes y pudientes villas. Siempre le pareció que aquellas casas tenían los brazos abiertos, de tan ensanchadas, y se imaginaba que en esa competición por resultar espacioso los tejados eran los campeones…Tenía la sensación de que eran lo más amplio de cada casa. Le gustaba imaginar que el alma de los hogares guardaba un misterioso vínculo con la tipología de los tejados. Quizá porque es lo que siempre se ve desde el cielo. Y aquellos tejados tan acogedores le hablaban de familias numerosas, no porque todos estuvieran vivos en ese momento, sino porque albergaban antepasados, de antepasados, de antepasados. Sentía que en aquellas casonas había esencia a antecesor.
La que ella apreciaba era la más sencilla. No porque pretendiera resultar humilde, no. Era porque ninguna otra tenía unas flores más hermosas.
Hacía treinta años que no la visitaba; por poner un número al paso del tiempo. Y allí trepaba el mismo rosal, agarrándose con sus espinas a la fachada y llenándola de rosas rojas. Era una pared alta pero la escalaba por completo. Le resultó un rosal antiguo, arquetípico, como de la noche de los tiempos de su infancia.
Y pensó en la invariabilidad de los paisajes como antesala de la eternidad. Sintió la necesidad de aspirar aquel aroma extratemporal, ajeno a cualquier dimensión del tiempo físico. Y al hacerlo tuvo la sensación de no haberse movido jamás de allí.
Hasta que reparó en que el diminuto jardín de pensamientos ya no estaba. Se sobrecogió. En su lugar un letrero avisaba: «perro guardián». Tampoco estaban aquellas mujeres encorvadas y consumidas que se escondían en los rincones del viejo portal tras la puerta entreabierta.
Las rosas sí, seguían hermosas y ancestrales. En el perfecto rojo pasión se posaron sus ojos antes de subirse al tren.