Me preguntas cómo son los abrazos de la amistad. Vuelve los párpados suavemente y sonríe de la misma manera, como si una pluma acariciara tus labios. Ésa es la actitud para que esos abrazos se dejen sentir.
Cuando abrazas así al tiempo que te dejas abrazar de la misma manera hay un calor que surge del pecho. Se va expandiendo en ondas concéntricas como el agua, hasta alcanzar el último de los cabellos y la punta de los pies.
Entonces ya no hay corporeidad entre uno y otro abrazo, sólo un tibio cobijo donde la amistad se siente exultante y estira brazos y piernas, y salta, y da volteretas. Es como una noche de verano con estrellas fugaces garabateando el cielo y cantos de grillos acompañando sueños.
En ese momento los cuerpos amigos abrazados pierden cualquier angulosidad. Son como algodones que por limar hasta desgastan el paso del tiempo. Y ocurre que en el cobijo oscuro y templado entra la eternidad.
Entonces el abrazo ya no cesa aunque se deje de rodear al otro. Y se conserva el calor de las estrellas fugaces a las que cantan los grillos las noches de verano.
Si quieres comprobar que esa guarida de verdad es de la amistad sólo mira a los ojos a quien acabas de abrazar. Los tendrá empañados porque serán el espejo de tu misma emoción y porque después de tanto salto, voltereta y giros, a la amistad exultante le gusta acicalarse con lágrimas de colonia para seguir buscando abrazos por el mundo.
(El otro día me abrazó un amigo y esto es lo que sentí, además de una gratitud inmensa)